En 1994, el suicidio del líder de Nirvana determinó un cambio de época en el mundo del rock. Entre las consecuencias de ese momento, pueden enumerarse el fin de la era de grandes bandas y la emergencia de un género como el hip hop.
A todo fenómeno, cosa, tendencia, moda, circunstancia o personaje se le ha deseado o augurado la muerte, alguna vez; quizás, por alguna costumbre a vislumbrar los fines o a regodearse con su anuncio. Todo ha muerto alguna vez. Dios ha muerto, el hombre ha muerto; ha muerto la historia, la novela; el libro ha muerto; el hombre gutenbergeano ha muerto; ha muerto el mundo del trabajo; las ideologías han muerto; el mundo bipolar ha muerto y, claro, para no ser menos, el rock ha muerto, por supuesto
Caminábamos cerca de la terminal, creo; era invierno, o hacía frío, creo, y nos acabábamos de enterar de la muerte de Kurt Cobain. Era 1994, éramos chicos. Nos embriagaba una bella inconsciencia irrecuperable, como el ansia de atrapar el horizonte, en esos años, y dije, creo, algo así como: “Los noventa terminaron hoy”. Mi amigo, fanático de la banda de Seattle, replicó -la mirada sobre el cemento-, con la gravedad que se le da a las pequeñas cosas mínimas cuando uno es joven: “No, el rock se terminó hoy”.
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